Los Juegos Olímpicos, lejos de las prioridades entre los habitantes de Tokio
Shinzo Abe, por entonces primer ministro, se disfrazaba de Super Mario. Cavaba una tubería de emergencia desde Japón al Maracaná y llegaba a la ceremonia de clausura de Río 2016 a tiempo para presentar los Juegos siguientes de Tokio 2020. Imposible olvidar aquel montaje. Pero en 2020, Abe, principal impulsor de los Juegos, enfermó y dejó el gobierno. El Maracaná, ya sin el hospital de campaña que había sido construido a su lado, recibirá este sábado la final de la Copa Libertadores sin público, en un Estado de Río de Janeiro que se acerca a las 30.000 muertes por Covid-19. Y Tokio se aferra a celebrar sus Juegos el 23 de julio como sea. Con o sin público, con o sin atletas vacunados, con su población enojada o no. Y sin Super Mario. Los Juegos, confía el alemán Thomas Bach, presidente del Comité Olímpico Internacional (COI), como símbolo de que habremos superado la pandemia.
El deporte suele ayudar a la educación, la salud, el juego y, en tiempos de encierro, se convierte en bandera de la necesaria actividad física y la cultura de volver a estar juntos. A veces, las presiones del negocio exageran su rol. Lo convertimos en metáfora seductora pero engañosa sobre un mundo más democrático, más justo y más fraternal. Describimos al atleta olímpico que ganó una medalla dorada como modelo de superación. Y pretendemos que lo que sucede en un estadio podrá trasladarse casi automáticamente a otros escenarios. Hasta que la vida, como suele suceder, nos avisa que nosotros, y también el mundo, claro, solemos ser algo más complejo que un triunfo, un récord, un podio o una ovación.
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