Hemos escuchado y repetido en innumerables ocasiones la frase de Lacan: “Mejor pues que renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetividad de la época”, que puede leerse en un escrito de 1953, “Función y campo de la palabra”, donde el autor plantea un retorno a los fundamentos freudianos. Casi setenta años después, es oportuno interrogar, fijar posición y pensar qué significación puede tener hoy unir el horizonte que tenemos los psicoanalistas a la subjetividad de la época, cuáles serían las consecuencias de no hacerlo o bien en ese caso, ¿cuál sería la renuncia que tendríamos que hacer los analistas?
Voy a tomar en principio dos términos de la frase: horizonte y subjetividad de la época.
El horizonte funciona como aquello que nos orienta, que nos hace caminar, tal como planteaba Galeano respecto de las utopías. Si bien nunca se alcanzan, nos motorizan. Con la particularidad de que en nuestro marco teórico, lo que nos moviliza no está por delante, sino que es la división subjetiva dicho motor. Somos efecto de las marcas que produce el lenguaje en nuestro cuerpo, que nos constituye como deseantes de alcanzar una supuesta completud perdida, que aparece ilusoriamente en un horizonte que nunca alcanzamos. Este es el terreno del sujeto, de su singularidad absoluta, de su división, que recorre la historia de la humanidad.
El horizonte es el deseo, es lo que nos hace caminar, el intento de colmar, de cerrar esa división, y de fallar en ese intento, lo que nos mueve a lo largo de la vida.
El deseo, como lo más singular y particular, en tanto respuesta de cada uno al encuentro con lo imposible, establece entre los mortales una diferencia irreductible que puede encontrar diferentes modos de tramitación.
Este sujeto dividido, que somos los hablantes, recorre los tiempos, y encuentra en cada momento histórico recursos con los que transitar, negar, tramitar e intentar alcanzar ese horizonte de completud. A esto refiere la subjetividad de la época, a los discursos que moldean al sujeto y que han intentado, también a lo largo de la historia, expulsar y silenciar esa singularidad, que hace de cada uno, una diferencia irreductible.
A principios del siglo pasado fue la sexualidad lo rechazado y condenado, ya que era allí donde se ponía en juego el sujeto y su división. En el artículo “La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna”, están por un lado los comentarios absolutamente rechazables y criticables de Freud sobre las mujeres, y también, podemos rescatar del mismo, que si bien aclara que la labor de los psicoanalistas no es proponer reformas sociales, critica la moral sexual cultural en tanto causa de gran parte del padecimiento psíquico. Es decir que dicha moral imperante, llamada “victoriana”, intenta acallar esa división subjetiva, silenciarla, y produce por lo tanto síntomas que quedan relegados a un ámbito privado y oculto.
A mediados del siglo pasado, ya con Lacan en la escena del psicoanálisis, es el capitalismo en su lógica de explotación y extracción de la máxima ganancia la que expulsa toda singularidad, y promueve una acumulación de objetos. El capitalismo como variante del discurso del amo instala un vínculo con los objetos que atenta contra el lazo social y que intenta acallar esa división del sujeto.
Lacan plantea que dicho discurso, “astutamente loco” y que suplanta al discurso del amo, está destinado a reventar, en tanto marcha a su consumación. Predicción claramente errada, ya que desconocía las variantes cada vez más salvajes, y su capacidad para re-inventarse, que dicho discurso iba a tomar a partir de la caída del muro de Berlín.
Esto implica que ni Freud, ni Lacan pudieron evitar una crítica al orden social imperante, o bien a los discursos que prevalecen e intentan acallar al sujeto y su división. Podemos dejar para otro momento el debate acerca de hasta donde se comprometieron o no con esa crítica.
Pero es a partir de esto que se ponen en juego, en mi entender, dos aspectos: por un lado el trabajo específico como psicoanalistas en los diferentes ámbitos en los que transitamos y ejercemos nuestra práctica, el consultorio, el hospital, las actividades grupales, comunitarias, familiares, donde nuestro trabajo propiciará el encuentro del sujeto con el vacío que lo causa, que lo hace padecer, con los artilugios que ha construido para evitar dicho encuentro y para que la posición que finalmente tome respecto del mismo evite un “padecimiento de más”.
Y, por otro, nuestro lugar en tanto profesionales que habitamos lo social en un momento histórico determinado, que nos compromete también a poner en evidencia los discursos dominantes con pretensión de hegemonía que intentan acallar al sujeto.
Unir el horizonte, el sujeto, su división y el deseo como fuerza que nos impulsa, a la subjetividad de la época implica no desconocer y poner en evidencia esos discursos que imperan, hoy claramente representados por el neoliberalismo desembozado y por “el imperio de la técnica”.
Situar esta diferencia, estos dos aspectos, no es sin consecuencias tampoco en la clínica, ya que por ejemplo: si una respuesta posible del sujeto en su encuentro con lo real es la culpa, la cual hace de lo imposible, impotencia, dicha diferencia permite separar la culpa como recurso del sujeto ante la falta, de la que promueven los discursos dominantes y la potencian.
O bien como plantea Jorge Alemán, permite distinguir y separar la soledad que es estructural y que el lazo social si bien no resuelve puede hacer posible transitarla, de las manifestaciones patéticas de la misma, que son el aislamiento, el goce que intenta prescindir del otro, o el narcisismo llevado a su máxima expresión que rechaza toda diferencia.
Estas últimas son soledades de la época, y su encuentro conduce a un aislamiento mayor, donde pareciera tratarse de sujetos sin historia, sin legados, que se consumen en un intento de eternizar un presente que lo hace más culpables, por lo que no tienen o no alcanzan. No produce, en cambio, el mismo efecto, el encuentro con esa soledad estructural que hace posible un lazo que esté habitado por esa diferencia irreductible.
Situar dicha diferencia mencionada, el sujeto y la subjetividad de la época, también hace al destino que pueda tener muestra disciplina, me refiero a su continuidad o no.
El psicoanálisis es consecuencia en parte de la ciencia moderna, ya que ese sujeto que es rechazado por la misma, retorna en el psicoanálisis. Allí donde se supone que se puede matematizar la naturaleza, allí donde se supone que es posible alcanzar un saber absoluto, allí donde “la técnica” impera, se rechaza al sujeto dividido. Este retorna en el pensamiento y en el invento de Freud.
Solo habrá psicoanálisis en tanto haya analistas dispuestos a escuchar al sujeto y también a los discursos que imperan en cada época y que intentan acallarlo. No hacer lugar a la subjetividad de la época implica correr el riesgo de hacer del psicoanálisis una experiencia intelectual alejada de la realidad, o bien potenciar la omnipotencia infantil de que solo basta desear y ser consecuente con eso, que dicho deseo implica un objeto que habrá que encontrar y no que el deseo remite precisamente a un vacío con el que todas y todos nos encontramos antes o después.
No descartaría la hipótesis de que la ausencia de pacientes que suelen describir los analistas europeos, o bien muchos de estas latitudes, guarde alguna relación con haber dejado de lado el análisis de los discursos que nos condicionan. Esto produce, a mi entender, un divorcio, una separación del psicoanálisis de lo que sucede en lo social.
Hace también al destino del psicoanálisis unir ambas cuestiones, ya que solo así podremos los analistas ser interlocutores de la época y no quedar aislados en una práctica alejada de lo que sucede más allá del consultorio.
Es por eso que las luchas que vienen dando los diferentes feminismos, los excluidos, las minorías, nos implican a todas y todos, y sus luchas son también una respuesta a los discursos que intentan acallar al sujeto, ya que uno de los rasgos que prevalece en esta “era de la técnica”, es que el semejante sea situado solo como un objeto de goce. En la lucha de los grupos mencionados, se pone en juego, como en una realidad aumentada, el lugar que todo sujeto, que todos tenemos, en el discurso neoliberal: ser explotados por un otro, ser objeto de otro, que o bien puede encarnarse en un tercero, o bien en el Otro que habita en cada uno y que puede adquirir un carácter superyoico.
Pretender ser la propia empresa, buscar un éxito que se mide solo en objetos de consumo, implica situarse como un objeto de los discursos dominantes, es auto-esclavizarse. Maltratar, denigrar, violentar a otra u otro, supone esclavizar y ser también esclavo de esos discursos, si bien hacerlo no exime de la responsabilidad de ello.
Las luchas que llevan adelante dichos grupos lleva en última instancia a cuestionar el discurso dominante y el orden social que condena a los sujetos a ese lugar de explotación y sumisión.
Desde nuestra perspectiva también podemos situar en esos discursos dominantes los recursos del lenguaje que utilizan para disimular su intento de hegemonía, y de construir realidades que a su vez ocultan el objetivo que tienen. Por ejemplo, recurrir a la metonimia de adjetivos como reemplazo de un argumento. Lo hemos escuchado, por ejemplo, con la vacuna Sputnik: “falta de información”, “peligrosa”, “efectos adversos”, “desconocimiento”, donde ninguno de esos adjetivos implica un argumento, y el calificativo apunta a plantearse como razón. Seguramente no se trata de la “vacuna”, sino que esa es la apariencia, el discurso manifiesto que vela, oculta y pretende disimular lo que está más allá. Nuestra lectura de esas lógicas del lenguaje aporta elementos para situar que sostiene esos discursos manifiestos.
Como vemos, están los discursos dominantes, y también la posición que cada sujeto asume respecto de los mismos, posición que pone en juego la responsabilidad individual.
El psicoanálisis no es una ciencia exacta, no existe “el psicoanálisis”, sino que están los analistas que sostienen la teoría en su práctica cotidiana. Esto hace que, al igual que en la filosofía, toda pregunta implica de alguna manera a quién la formula.
Se pone en juego, entonces, la posición de cada uno respecto de esa división estructural y de los discursos dominantes. No situar la lógica de esos discursos, y es allí donde el psicoanálisis puede hacer un aporte a su inteligibilidad y por lo tanto ser interlocutor del pensamiento de la época, conlleva a una modalidad que podemos caracterizar como un “psicoanálisis liberal”, donde lo que atañe al sujeto es absolutamente ajeno a lo social y al momento histórico donde transcurre. En esta línea nos encontramos, con descripciones precisas y pertinentes de la subjetividad que prevalece: soledad, vacío, aislamiento, falta de compromiso con el otro, pero que tienen un carácter aséptico y desligado del contexto.
Unir el sujeto a la subjetividad de la época implica no desconocer los determinantes que nos condicionan, que están más allá de cada uno y que promueven y acentúan el malestar estructural e inherente a la existencia.
Por último, “mejor que renuncie…”, así comienza la frase. ¿De qué renuncia se trata? No se trata de una renuncia consciente, y es, en definitiva, una pregunta para cada uno. Sin embargo si la unión mencionada hace posible la continuidad del psicoanálisis, no solo como tratamiento para el padecimiento psíquico, sino también como interlocutor de los determinantes de cada época, separar o desligar al sujeto de la subjetividad que impera en cada momento implica renunciar, lo sepamos o no, a ser uno más en la cadena de las generaciones que aportan, transmiten y hacen posible que haya psicoanálisis aún.
Claudio Di Pinto es psicoanalista.
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